El empoderamiento de las mujeres, pieza clave para mitigar la guerra y los conflictos

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Fatou Bensouda
Foto: Photoline.nl/Carolien Sikkenk

Fatou Bensouda, de Gambia, fue elegida fiscal de la Corte Penal Internacional (CPI) por consenso en diciembre de 2011. Ha recibido numerosas distinciones, entre ellas, el Premio de Juristas Internacionales de la Asociación Internacional de Juristas. Fue reconocida como una de las 100 personas más influyentes del mundo por la revista Time en 2012, y por Jeune Afrique como una de las 50 mujeres africanas que, con sus acciones e iniciativas en sus respectivos puestos, hacen avanzar al continente africano (2014 y 2015). Ex directora de la Dependencia de Asesoramiento Jurídico del Tribunal Penal Internacional de las Naciones Unidas para Rwanda, y ex fiscal adjunta de la CPI, ha desempeñado un papel fundamental en numerosos casos de alta relevancia internacional a lo largo de las últimas tres décadas.

En septiembre de 1995, se aprobó la Declaración y Plataforma de Acción de Beijing, mediante la cual la comunidad internacional reafirmó su compromiso con la igualdad de derechos y la inherente dignidad humana de las mujeres. En los 20 años que han pasado desde entonces hemos presenciado avances sin precedentes en el reconocimiento mundial de los derechos de las mujeres. Aunque tenemos que celebrar estos logros, los retos persisten.

Mientras reflexiono sobre estos retos, me vienen a la mente mis años de formación cuando trabajaba como secretaria judicial en mi país de origen, Gambia. Como mujer joven, recuerdo ver a innumerables mujeres llenas de coraje —sobrevivientes de violencia sexual y doméstica— revivir ante los tribunales las enormes dificultades que habían atravesado. Todavía están grabados en mi memoria su agonía y sufrimiento frente al sistema judicial, y de hecho, frente a la sociedad, incapaces de ofrecerles el amparo protector de la ley. En ese momento supe que, con el poder de la ley, los grupos vulnerables de la sociedad y aquellas personas cuyos derechos han sido atropellados deben contar con protección y algún tipo de justicia. Estas convicciones se reforzaron posteriormente con mi experiencia en el Tribunal Penal Internacional de las Naciones Unidas para Rwanda, donde debido a mi trabajo pude presenciar los horrores de crímenes espantosos, como violaciones masivas y asesinatos de mujeres. Una, y mucho menos el mundo, no puede quedarse de brazos cruzados e impasible ante tal brutalidad.

Como fiscal de la Corte Penal Internacional (CPI), he hecho todo lo posible y lo continuaré haciendo para ayudar a restaurar la dignidad de las vidas destruidas de las personas que sobreviven a atrocidades. Cada día soy testigo de las consecuencias que los conflictos armados tienen en las vidas de las mujeres y las niñas. En la valentía y la dignidad de las sobrevivientes, de aquellas que han sufrido, he visto lo mejor de la naturaleza humana. Y en la más dura crueldad de los crímenes contra ellas, he visto lo peor. Lamentablemente, la violencia sexual y de género es habitual en muchos conflictos, a menudo perpetrada como un arma de guerra deliberada o un acto de represión.

Soy muy consciente de que para las mujeres y las niñas especialmente, el costo de los conflictos armados va más allá de la carga, ya de por sí pesada, de las secuelas físicas y psicológicas. Las mujeres y las niñas a menudo sufren por partida doble. No sólo los combatientes ven sus cuerpos como legítimos campos de batalla, sino que sus propias comunidades posteriormente las rechazan y las aíslan por su desgracia.

Si bien las guerras afectan a las comunidades en su conjunto, las desigualdades existentes exacerban las consecuencias para las mujeres y las niñas. Los conflictos intensifican su vulnerabilidad ante la pobreza en la medida en la que se enfrentan a un acceso desigual a los servicios sanitarios y el bienestar, a menos oportunidades económicas y a una menor participación política. La educación de las mujeres y los derechos a la propiedad también disminuyen mientras que el analfabetismo y la mortalidad materna aumentan sustancialmente.

También la sobrevivencia causa estragos. Pero del pozo más profundo surgen los rayos de esperanza más brillantes. Las mujeres conocen de primera mano el efecto adverso que la violencia tiene en ellas, en sus hijas e hijos y en las sociedades. Una mayor inclusión de las mujeres en puestos de responsabilidad da voz a un colectivo muy afectado por la guerra pero que en raras ocasiones participa en las decisiones que la han desencadenado. Con la implicación directa y significativa de las mujeres en los procesos de toma de decisiones, se puede deducir razonablemente que la posibilidad de guerras sin ley disminuirá, al tiempo que aumentarán las posibilidades de lograr una paz sostenible.

Uno mi voz a la de todas aquellas personas que defienden los derechos de las mujeres. Hay muchas maneras de orquestar el cambio pacífico y luchar por él. Yo lo hago a través del derecho.

Tan sólo dos meses después de la aprobación de la Declaración de Beijing, las Naciones Unidas anunciaron una nueva etapa para poner fin a la impunidad de los peores crímenes internacionales mediante la creación de la Comisión Preparatoria de la CPI. Esta creación a su vez conllevó el establecimiento de la Corte tan sólo tres años más tarde. Se trata de la primera corte internacional que incorpora en su instrumento fundacional —el Estatuto de Roma— una exhaustiva lista de delitos, como la violencia sexual y de género.

La necesidad de frenar este tipo de delitos condenables y de cambiar la cultura de la impunidad mediante la cual proliferan ha sido una parte intrínseca de mi trabajo y compromiso personal como mujer, abogada y fiscal. Mi Oficina se mantiene inquebrantable en su objetivo de poner fin a la impunidad de crímenes masivos. Reconocemos que un aspecto importante a la hora de hacer frente a la cultura de la discriminación que permite que sigan existiendo delitos sexuales y de género es la investigación efectiva y el procesamiento de aquellas personas con mayor responsabilidad en estos crímenes infames. Con esto en mente, he hecho de la lucha contra estos delitos un punto de atención estratégico de mi Oficina. En junio del año pasado, y después de amplias consultas, también con ONU Mujeres, aprobamos el primer documento amplio de política realizado por una oficina de la fiscalía de una corte o tribunal internacional destinado a abordar específicamente esta lacra.

Con acuerdos como la Declaración de Beijing, se definió un calendario para la igualdad de género. Veinte años después, podemos y debemos celebrar aquellos logros pero también tenemos que reconocer que el trabajo debe proseguir sin descanso. Quizás no hay ninguna otra situación tan clara en que la necesidad sea tan urgente como durante y después de la guerra y los conflictos.

El cambio ha sido lento pero también constante. Hasta que no se trate a las mujeres y los hombres como iguales en todo el mundo, nuestra tarea no habrá terminado. La igualdad de las mujeres es el progreso de todas y todos.

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